Un mismo hecho, visto y oído por diferentes
personas, en el mismo lugar y en las mismas circunstancias, con los mismos
colores, y sonidos, y el mismo entorno y las mismas condiciones ambientales
será, a la hora de ser referido, totalmente distinto dependiendo de quién lo
esté contando; existirán tantas versiones de él como testigos lo hayan
presenciado. No ocurre así, por el contrario, cuando se trata de crear una
situación, una emoción, una circunstancia nueva; ahí, quien escuche al que esté
contando una historia recién inventada o lea un relato plagado de nunca jamás
vistas hazañas fantásticas y de criaturas imposibles o monstruosas tendrá una
cierta impresión de “déjà vu” y, lejos de apreciar cuanto haya en la tal
situación de novedoso estarán, todos, los espectadores, los testigos, de
acuerdo en que se parece mucho, tiene puntos en común con aquel otro hecho o
situación que todos vieron o vivieron de formas tan diferentes.
Por mucho que el creador — pintor, escritor, músico,
escultor, etc.; o una persona cualquiera, no obligatoriamente vinculada al
mundo del arte ni a ninguna de sus expresiones pero que desea, por la razón que
fuere, “dar una sorpresa” a amigos o a familiares — se esfuerce por crear algo
totalmente diferente siempre habrá en su creación algo que no nos sea del todo
desconocido, que nos recuerde aunque sea de forma harto imprecisa a algún otro
hecho, alguna otra sorpresa, alguna otra manifestación del arte, ya vivido, o
visto o escuchado.
Pero suponiendo, y aunque resulte muy difícil el tan
sólo imaginarlo, que pueda existir un
tal hecho o una tal creación del todo nuevo/a
y distinto/a y diferente y absolutamente impensado/a hasta el momento; ¿de qué elemento de juicio
dispondremos para poder establecer un criterio acerca de si es un hecho feliz o
malhadado, oportuno o inoportuno, o una obra de arte — cuadro, novela,
escultura, obra musical, pieza teatral — fea o hermosa?
Sólo los podremos enjuiciar a partir de las
similitudes que estén teniendo con algún otro hecho acecido anteriormente, o
con otra obra de arte que conocemos; y
los valoraremos — al hecho o a la obra en sus todos respectivos o en sus partes
— de la única forma que podemos y que es, necesariamente, la comparación.
Imaginemos “algo” —
es difícil, ya lo he dicho, ¿pero qué tiene de malo el jugar a tan sólo
intentarlo? — que no es un ser vivo (o sí lo es pero como yo no lo he visto
antes y además no se mueve ni veo que
respire no sé que lo sea); es decir, que no es una persona, ni ningún ser
perteneciente al reino animal (considerando tanto a las ballenas y a los
elefantes como al piojo o al mosquito trompetero), ni al vegetal (abarcando desde la secuoya o el baobab hasta
el césped o un trébol) — lo especifico así porque tengo la idea de que si escribo
sólo “animales” o “plantas” la imaginación se va directamente a los ejemplares
grandes y no a las cucarachas o a las diatomeas (algas unicelulares y muy
curiosas; pueden, en su pequeñez, tener formas sorprendentes y sé de su
existencia porque escuché hablar de ellas en la radio y las busqué luego en
internet) —, ni al mineral ; y tampoco es una cosa, ningún objeto con alguna
forma o algún color o alguna textura que me puedan recordar a cualquier otra
cosa u objeto que yo haya visto con anterioridad (o sí es una cosa pero yo no
sé qué cosa es) ni tiene, tampoco, ningún tipo de olor o si lo tiene es tan
extraño que no me recuerda a nada.
¿Cómo podré saber, ni imaginar siquiera, de ese
“algo” si es bonito o feo o nocivo o inocuo?
Sí podré saber, valorar, si es grande o pequeño;
pero eso lo estaré estableciendo (se me olvidó puntualizar que en todo el
espacio que con cualquiera de los sentidos se pueda abarcar estamos
absolutamente solos el “algo” y yo) por comparación entre su tamaño y el tamaño
mío, y porque puedo recordar que ya con anterioridad he visto otros “algos” que “supe” si eran más
grandes o más pequeños que yo o más grandes o más pequeños que otros “algos” de
sus mismas características (como por ejemplo un brillante de un quilate cuando
yo haya visto antes un brillante de cinco).
No podré saber, ignorando como estoy la función para la que fue creado, si es un
“algo” perfecto o un verdadero derroche de defectos o incluso de
características disparatadas (poniéndonos en el caso, puestos a desbarrar y
olvidando por un momento que es un “algo” que no es similar a nada, de que a mí
me pueda estar pareciendo una rosa muy bonita, pero que la voluntad que lo creó
estuviese pretendiendo un hipopótamo, {algo como lo que ocurre con los dibujos
de los niños}).
No podré
saber tampoco si es “algo” útil o es una amenaza (no ya para sí mismo y su
propia subsistencia, pues que desde su rareza me es imposible el apreciarlo;
sino para mí que, recuérdese, estoy absolutamente sola con él y que puede,
además, estar emitiendo cualquier tipo de ondas o de sustancias que no me es
posible ni detectar ni por lo tanto enjuiciar) o del todo inservible y teniendo
en cuenta (como debe tenerse en todo momento) que no se parece a nada que yo
conozca.
Si tuviera, supongamos, un algo de forma redondeada
(lo que para mí ya estaría siendo hacer algo de trampa puesto que he afirmado
que no es parecido a algo que yo conozca, y entre las cosas que conozco muchas
son redondeadas por alguna parte), yo podría entender que es un “algo” más o
menos capacitado o diseñado para mal que bien rodar… ¿Pero y si su función no
es el rodar?
Si su función no es el rodar sino el permanecer
estático ese mayor o menor grado de redondez de que esté adornado estará siendo
una característica más o menos disparatada o inadecuada, quién sabe si fatal, y
el “algo” en cuestión estará siendo, intrínsecamente y aunque no haya nadie
allí para juzgarlo ni saberlo, no perfecto.
Es decir, que para poder afirmar de “algo” si es
perfecto o imperfecto — olvidémonos (pues porque yo lo digo, sencillamente, que
soy casualmente quien se ha metido en el jardín de complicarse la vida con
semejante disertación) ante todo y entre paréntesis de esa supuesta apariencia
redondeada y regresemos a la idea original de que nuestro “algo” no tiene ninguna de las formas simétricas ni
asimétricas, ovoideas o cuadrangulares o triangulares o piramidales que en
mayor o menor medida adornan a cuanto existe sobre la faz de la tierra excepto
(en este momento caigo en la cuenta) al
agua o al aire o a cualquiera de los estados gaseosos que, por cierto, tampoco
son, ninguno de ellos, el que atañe al “algo” objeto de nuestro estudio que
(eso tampoco {se me está empezando a agotar
el repertorio de corchetes y de paréntesis y de guiones y me voy a ver
obligada a recurrir a símbolos no usuales en los escritos convencionales}) no
se puede refugiar ni recurrir, para mostrársenos, bajo la apariencia de
elemento no ya sólido ni líquido sino ni siquiera gaseoso o etéreo — tendremos,
concretando en la medida de lo posible y con el agravante de que para llevar a
cabo nuestro experimento no contamos ni tan sólo con la posibilidad de alcanzar
a imaginar el “algo” en cuestión, que hacer el esfuerzo de procurar al menos
hacernos la ilusión de que lo estamos sí imaginando aunque nada más sea
para no quedarnos indefinidamente ahí atascados y, desde ahí, desde la supuesta
forma o apariencia u olor o sabor o tacto o cualesquiera otras de las
sensaciones que desde su imprecisión pudiere causar en nuestro sentir o en
nuestro ánimo, pasar, sin más contemplaciones ni dilaciones, a considerar que
para vislumbrar aun de manera un tanto ambigua su perfección o imperfección
(que es en lo que estábamos al principio del párrafo) necesitaremos,
obligatoria e inexcusablemente, o bien conocer con precisión cuál es su
finalidad y para qué ha sido creado o, para poder al menos suponer que vaya a
resultar útil en algún aspecto, estar en condiciones de poder compararlo (que
no podemos, pero sugiero que para no complicar aún más las cosas pasemos tal
inconveniente por alto) con algún otro “algo” similar (que no existe, o no al
menos en nuestro campo de conocimiento) del que nuestra experiencia nos pudiese facilitar alguna pista.
Entre tanto el “algo” sigue ahí, donde estaba,
inmóvil — porque va a ser mejor que imaginemos que no se mueve, por la sencilla
razón de que si se moviese sin desbaratar el imaginario experimento habría de
hacerlo de manera autónoma pero ni caminando, ni reptando, ni volando ni
nadando; y eso iba a resultar ya demasiado rocambolesco — e inmutable en su
inocencia y ofreciéndose (sin intención alguna de ofrecer nada, pero así son
las cosas para todo cuanto existe aunque nada más sea en una imaginación tan
limitada como lo es la humana) a ser
desentrañado no ya él, en sí y solo y por separado, sino a que desentrañemos
también el secreto de su perfección (o imperfección) aun cuando la única seguridad
que nos esté asistiendo a su respecto
sea la de que es un “algo” cuya única característica incuestionable (por
nosotros, y hasta el momento) es la de que no puede en modo alguno ser valorado
ni enjuiciado mediante ninguno de los parámetros ni elementos de juicio de que
los humanos disponemos…
Se me acaba de ocurrir un haiku, y este sitio es tan
bueno como cualquier otro para colocarlo:
Ideas llegando
sensaciones partiendo
en dos la huida.
Imaginemos ahora — no tiene nada que ver con el
haiku, pero ya aviso que estas cosas me pasan cuando trato de hacerme la
ilusión de que voy a poder afrontar nada que sea pensamiento filosófico con
todo lo que la filosofía tiene de coherencia (o de su búsqueda) en estado puro
y que cada vez que he intentado leer un libro de filosofía he terminado, ya lo
aviso también, cerrando el libro y hecha un ovillo y durmiéndome o pensando en
mis cosas o buscando el recibo del IBI o la última factura de la luz o el
agujón de sombrero de mi madre o yendo a buscar una galleta o un trozo de
chocolate o cambiando el agua al pez — que observamos algo… (en el haiku, me
termino de dar cuenta, se puede sustituir “sensaciones” por “pensamientos”; a
gusto y a criterio del que lo leyese o atendiendo con cuál de las dos opciones {también
a criterio} pueda tener más sentido); observamos (decía) algo que no nos es del
todo desconocido ni por completo ajeno;
algo que sabemos que existe y que mucha gente “entiende” de ello pero,
nosotros, en concreto, sólo tenemos
noción de sus rasgos más esenciales y de los elementos que lo conforman.
Estoy pensando, por ejemplo, en un partido de tenis.
Podría también pensar en un partido de fútbol, o en
un concurso de belleza o de croquetas, o en una carrera de sacos o de coches o
de motos; o en Eurovisión; pero ya que el tenis es lo primero que se me ha
ocurrido voy a quedarme con él.
Dos jugadores, provistos cada uno de una
raqueta; una red, una pelota y dos
campos uno a cada lado de la red desde donde, sin tocarla ni rozarla, cada uno
de los jugadores debe (creo) ingeniárselas para al recibir la pelota que viene
lanzada del contrincante pararla con su raqueta
evitando que caiga al suelo y, al devolverla de rebote (de rebote en la
raqueta), apañárselas para que el contrincante no atine a pararla y la pelota termine
en el suelo.
Pero no es de tenis — ni de fútbol ni de belleza ni
de croquetas, ni de sacos ni coches ni motos, ni de Eurovisión — de lo que quiero hablar sino del espectador
que observa el juego; de ese alguien que desde la grada tendrá, por muy poquito
tenis que haya visto en su vida, esa sensación mencionada al principio de “déjà
vu”.
Porque es muy difícil, imposible prácticamente,
desconocer por completo y en la actualidad “algo” que existe en este mundo
nuestro; y desde el momento en que algo no es del todo nuevo ni desconocido es
también imposible no tener una noción, por mínima o rudimentaria que esta sea,
de cuáles son — en el caso del tenis, en concreto — las normas por las que el
tal “algo” se rige.
Así pues todo el mundo es capaz de alcanzar que el
jugador que gane será, seguro, el que más veces sepa evitar que la pelota vaya
al suelo.
Ahora que ya tenemos todos los ingredientes — red,
raquetas, pelota, campos delimitados y jugadores (amén del resto de
complementos y del vestuario) — imaginemos que los dos jugadores son principiantes. Que es la
primera vez que ambos tienen una raqueta en la mano.
Parece lógico que tanto a un lado como al otro de la
red la pelota esté prácticamente todo el tiempo en el suelo; por la sencilla
razón de que ninguno de los dos jugadores sabe ni cómo recibirla ni cómo
devolverla. Parece lógico también que el espectador — tanto si es un entendido
como si no lo es — se aburra como un cocodrilo…
¿Pero qué pasará si ambos jugadores son magníficos
tenistas y los dos igualmente expertos y van exactamente igual de bien
equipados; y sus raquetas y su calzado son de idéntica y excelente calidad?
No quiero ser agorera, desde luego, pero me temo que
la pelota va a estar — como en el caso de los jugadores novatos — todo el rato
en el suelo; estoy segura, sí, empero, de que si el espectador no enterado se
aburrirá tanto con los segundos como con los primeros el espectador “enterado”
se aburrirá mirando a los novatos, pero disfrutará mirando a los expertos.
¿Pero cuál es la diferencia esencial, a la vista de
los resultados, entre el juego de estos y el juego de aquellos?
¿Cuál será el criterio para establecer que esta
pareja juega bien y aquella juega mal?
¿Por qué el espectador no entendido se aburrirá
tanto si lo que ve es un buen juego como si es un juego malo?
¿Por qué el espectador enterado disfrutará con el
buen juego y se aburrirá con el malo?
¿Cuándo, y por qué, y por quién se ha establecido el
criterio de qué es un juego bueno y qué es un juego malo?
¿Dónde está la línea que separa la calidad de juego
entre los dos jugadores igualmente buenos?
La diferencia estará, entiendo, en que hay unas
normas de juego; y en que el espectador avezado las conoce y sabe ver si se
están o no se están cumpliendo. Así de fácil.
Cabe en este punto preguntarse por qué esas normas y
no otras y remontarse, por qué no, al momento en que dos individuos se vieron
frente a frente, cada cual con un objeto en la mano con el que poder golpear
una pelota, sin tener sin embargo la más remota idea del sentido que pudiese
tener, ni la gracia, el golpearla.
Cabe también, en este punto, barruntar que fue aquel
momento, los breves segundos trascurridos entre que uno lanzó la pelota al aire
y la golpeó con su raqueta — o equivalente; no por cierto de fibra de vidrio ni
de kevlar ni de grafito ni de titanio (cultura, esta mía, adquirida
íntegramente en internet) — y el otro
devolvió el golpe con la suya, el instante único y nunca más repetible en que
nadie, absolutamente nadie, hubiese podido decir si estaban jugando bien o mal.
El juego del tenis no estaba teniendo, en aquel su
primer instante y antes aun de ni siquiera tener nombre, absolutamente ningún
defecto.
¿Qué es en tal caso lo que determina que “algo” —
considerando todo cuanto sea susceptible de ser considerado no ya sólo dentro
del juego del tenis o de cualquier otro deporte sino contemplando también, como
se mencionó más arriba, los concursos de belleza, y los de croquetas, y las
carreras de sacos y de coches y de motos, y cualquier otro tipo de situación en
la que “algo” haya de ser cuantificable — que en un principio “es”,
sencillamente, lo que sea y en sí mismo
y por su propia esencia, vaya con el paso del tiempo dejando de ser aquel
“sencillamente algo” y convirtiéndose en otro “algo” que ya no tendrá nunca la
espontaneidad ni la frescura de aquel primer instante y se irá paulatinamente
constriñendo, encorsetando y envarando, dejándose someter por quien no lo creo
pero se arroga, con el tiempo, la potestad de decidir acerca de si se está
haciendo bien o se está haciendo mal; si es un “algo” bueno o es un “algo”
malo, bonito o feo, divertido o aburrido, rápido o lento, pesado o liviano?
Parece obvio el
deducir — volviendo al tenis — y sencillo el admitir que en aquel primer
momento lo determinaría el hecho de que los jugadores percibieron la necesidad
de aplicar unas normas por las que regir su recién inventado juego; y obvio
también el deducir y también fácil de entender que la normativa que le
aplicaron fue la que les indicó su recién estrenada experiencia.
¿O no es tan obvio
que fueran los propios jugadores quienes percibieron la necesidad de unas
normas, ni que fuesen ellos mismos los que decidieron cuáles iban a ser esas
normas; ni tan fácil entender el que resultara sencillo imponerlas?
He elegido el ejemplo del tenis porque es un deporte
del que mi desconocimiento es absoluto — aunque no más absoluto (que sobra
aclararlo, por cierto, puesto que lo absoluto lo es absolutamente y por su
propia esencia) que el que tengo del ajedrez o del futbol o de tantos otros — y
porque al ser un juego competitivo que requiere la búsqueda (y el logro) del
golpe exacto y certero y preciso para erigirse en vencedor me facilita el
enlazar con el concepto que desde el principio de estas páginas me ocupa, y que
es el de “perfección”.
Llevo, a todo esto y a fuerza de muchos cigarrillos,
escritas apenas una decena de páginas e invertidas dos tardes completas de
trabajo.
Las tardes invertidas no es que me preocupen, las
habría invertido igualmente en escribir, pero, eso sí… ¡otra cosa!
Porque, la verdad sea dicha, son diez páginas que yo
al menos estoy encontrando del todo
soporíferas; diez páginas del todo soporíferas que me están sirviendo, eso
también, para entender y perdonarme a mí misma el no haber podido jamás
soportar un libro de filosofía.
¿Cómo se puede ser tan cansino como para darle
tantas vueltas y tan reiterativas a una misma cosa?
Pues no lo sé, pero se es; tan cansino como para dar
tantas vueltas y tan reiterativas a una misma cosa pero no más (“cansina”, en
mi caso) que tantos filósofos como en el mundo han sido, y seguirán siendo,
escritores de tantos libros no menos soporíferos que estas páginas escritas por
una señora que, encima, ni es filósofa ni ha leído jamás filosofía.
Que no la soporto, vamos; que no puedo sufrirla, de
verdad.
Soporto sin embargo muy bien darle vueltas en mi
cabeza a determinados temas, a enigmas que no tienen solución contemplados
desde la razón; y no voy a encontrar esa solución, ya lo sé, no al menos desde
la razón. Pero, entre tanto, que me discuta nadie a mí lo bien que lo paso, lo
entretenido que me parece (”divertido”, casi me atrevería a decir) ese juego de
imaginar un “algo” del que sólo sé que no tiene ninguna de las formas conocidas
ni una combinación por más arbitraria que se pueda pretender de tales formas,
como serían curvas alternándose con ángulos y con líneas rectas; y que tampoco
es de ningún color jamás de los jamases visto; y que tampoco es informe, ni
incoloro ni inodoro ni insípido aunque sí nunca visto, ni olido ni saboreado…
Y como soy incapaz (torpeza mía) de conservar en la
memoria todas esas vueltas que doy a tantas cosas en mi cabeza me veo en la
necesidad, aunque me aburra, de ir escribiéndolas aunque sólo sea para tener
una noción de dónde apoyar el próximo paso del análisis que (a mi manera un
tanto no ortodoxa) hago.
Por eso escribo estas páginas soporíferas.
Estas concretamente, estas de las que en este
momento voy por la número once, son una especie de intento, de pretensión de
demostrar a personas como yo — y a otras más listas o instruidas, ya que me
pongo, pues no parece que con todo su saber hayan llegado a conclusiones
convincentes ni ultimadas — que si en todos los terrenos de nuestra vida, y de
nuestro entendimiento, y de nuestra comprensión, nos movemos irremediablemente
aferrados de forma consciente o inconsciente a premisas que nos vienen dadas
por el conocimiento y la comprensión que aprendimos de alguien que a su vez las
recibió de otro alguien que las aprendió por la misma vía tendremos que admitir
(también irremediablemente) que puesto que nadie ha podido desentrañar hasta la
fecha ni qué es Dios, ni qué es la Creación, ni qué es el Infinito, ni qué es
el Universo, ni qué es el Cosmos…
Mira, con el Universo y con el Cosmos ya damos con
el primer tropiezo (primero en mi discurso, que en otro discurso estructurado por
otra persona y de otra forma ocuparía un número de orden diferente, aunque
seguiría siendo tropiezo) porque los señores de la RAE definen, con un desahogo casi enternecedor,
el Universo como:
Definición que — ya pasando por alto lo de “universa”
— no deja de tener su puntito de encanto; pero que gana mucho en gracia si se
la compara con la de Cosmos que es, como puede verse:
Y es que nos
manejamos con una definición de Universo hecha por nosotros mismos; y con una
definición de Cosmos hecha también por nosotros mismos; y si bien es cierto que
no contamos ni podemos contar (de momento, al menos) con nada ni con nadie
ajeno a nosotros mismos ni a nuestros conocimientos ni a nuestra concepción del
“todo” para elaborar la definición de cualquier cosa o ente o concepto con el
que necesitemos habérnoslas o en el que tengamos que movernos, es cierto
también que no deberíamos aplicar el mismo criterio a definir y dar por
“definido” y punto “algo” que no es ya
que no nos concierna ni contenga ni afecte sólo a nosotros y a nuestros
intereses o conveniencias, ni haya sido ideado ni creado por y para nosotros y con nuestro propio
entendimiento y para utilidad o beneficio exclusivamente nuestros que el criterio
que sí es comprensible que apliquemos (y aplicamos) a definir todo cuanto sí nos concierne sólo a nosotros
o cuya finalidad es que nos sirvamos de ello o nos sea útil para el cometido
que ha de cumplir dentro de nuestros únicos y exclusivos planes o de nuestro
proyecto humano sino que es, por añadidura (o lo son, ambos, Universo y Cosmos)
algo que no conocemos por entero, en primer lugar, y, en segundo lugar, algo que tal vez haya sido
creado no sólo para nosotros sino también para otros que quizás pudieran tener
sus propios criterios al respecto a la hora de definirlo, criterios y
definición que muy bien podrían entrar en conflicto con el criterio y la
definición nuestros.
Porque una cosa es
que pongamos nombres a “nuestras cosas” — entendiendo como “cosas” nuestras
todo lo que es de nuestro planeta Tierra o todo cuanto el planeta contiene
(incluso lo que lo envuelve, como
nuestro aire y nuestro cielo, del mismo modo que el papel de celofán o de
colores y el lazo son del ramo de flores o la caja de bombones de regalo) tanto
si nos lo hemos encontrado ya ahí (como los arboles, los mares, los ríos, y todo
lo dado por la naturaleza) como si lo hemos elaborado nosotros (y para nuestro
uso o aseo o esparcimiento; como nuestras mesas, nuestras sillas, nuestros
coches, o nuestros cepillos para los dientes y nuestros cines) como si lo hemos ideado para organizar eso que
llamamos tiempo (y que hemos dado en denominar segundos, minutos, horas, días,
semanas, meses, años, lustros, siglos, milenios y, dando un salto grande,
periodos geológicos y eras y eones que, por cierto, a ver cómo se los podríamos
hacer comprender a “alguien” de otra galaxia o aunque sólo fuera de otro
sistema solar, con otros planetas girando alrededor de otro sol y en unas
orbitas y a unas velocidades de rotación y de traslación que no fueran ni las
nuestras ni parecidas , tan siquiera, a algunas otras velocidades y órbitas más
o menos cercanas que sí conocemos) como si, sencillamente, lo hemos inventado
para comunicarnos con nuestros semejantes y poder hablar de nuestras emociones
o dolencias (ejemplos: amor y colesterol) — y otra muy distinta que nos tomemos
la licencia de definir y dar nombre a “cosas” que no son sólo ni entera ni
exclusivamente nuestras.
Pero lo hacemos.
Lo hacemos y no podemos hacerlo de otro modo porque
no es posible que sepamos poderlo hacer de otra manera. No podemos saber hacerlo
de otro modo a pesar de todo cuanto hayan podido elucubrar al respecto todos
los cerebros y cerebritos que en este mundo nuestro hayan sido y sean y… (iba a
escribir “sigan siendo”, que no voy a escribirlo porque quién sabe a qué pueda
llegar alguna vez nuestro cerebro) ; pero… ¿no sería recomendable que fuésemos
un poquito más humildes, menos avasalladores, no tan ansiosos en nuestra humana
pretensión de tener aunque nada más sea amarrados los cabos de un Infinito que
nos queda muy grande?
El Hombre ha llegado, con su inteligencia y con sus
estudios y con sus indagaciones y con sus investigaciones y con todo tipo de
aparatos sofisticadísimos y con naves y satélites y sondas y plataformas
espaciales, pues… adonde ha llegado;
adonde ha llegado pero ni un paso más.
Y una vez puesto imaginariamente el pie en ese punto
existente pero no imaginado (o no imaginado con más mimbres que con los que de
los humanos disponemos para tejer el cesto) y sí nada más imaginario, tan inseguro
y aventurado y posiblemente errado será el paso del sabio, del filósofo, del
investigador o del científico como el de la persona normal que escribe estas
páginas.
Por eso las escribe, esta persona normal.
Y ahora me vuelvo al tenis.
No sé si voy a saber pasar a palabras escritas cuál
es la relación que encuentro entre el tenis y su práctica y sus reglas y todo
este galimatías que me traigo con el Cosmos y el Universo y la búsqueda de la
perfección y lo perfecto; pero la encuentro, así que ya sólo me falta averiguar
por qué la encuentro.
Y para averiguarlo consiento, para empezar, en
avenirme a continuar con lo que hasta el momento llevo escrito, y a considerar
que si yo lo he escrito es porque ese ha sido mí discurso, el cauce por el que
se ha encarrilado mí mente, y a que si el cauce que mi mente ha elegido ha sido
el que está siendo y no otro es porque mi mente tendrá alguna noción (que yo
conscientemente desconozco) de qué está pretendiendo; y a que por qué rechazar
este discurso para comenzar de nuevo y acogerme a otro cuando las mismas dudas
y zozobras que pueda albergar acerca de dónde llegaremos con él yo ni mi mente
me asaltarían si lo abandonase y comenzara con un discurso nuevo.
Por eso voy a
seguir con el tenis aunque no vaya ello a implicar, empero, el condenar al
olvido y arrojar al fuego eterno cualquier otro deporte o los concursos de
belleza o de croquetas o las carreras de coches o de sacos o de motos o,
incluso, el de Eurovisión.
Pese a todas las
diferencias que salta a la vista pueda haber entre el tenis y todo lo demás que
he enumerado, salta a la vista también que tienen algo en común; el algo en
común que les confiere el que en todos los casos que se citan se da
ineludiblemente la necesidad de confrontación, la obligatoriedad de comparar un
jugador con el otro, el equipamiento del uno con el del otro, la técnica del
uno con la técnica del otro; e igualmente sucede con los coches, las motos, los
sacos, las croquetas y las canciones; y con los participantes y sus aptitudes
para esta actividad o para aquella otra.
Me encuentro, así,
con que para poder cuantificar la bondad o la maldad de “algo”, su belleza o su
fealdad, su idoneidad o ineptitud o cualesquiera otras de sus cualidades, tengo
que contar con al menos dos ejemplares de lo mismo, o con dos muestras, o con
dos elementos, cuyas características esenciales o indispensables para el fin a
que estén destinados sean en principio similares.
Necesitaré, por
tanto y siguiendo con mi ejemplo, dos individuos que jueguen al tenis
(provistos de sus respectivos equipamientos), dos coches, dos sujetos que los
conduzcan, dos motos, dos motoristas, dos sacos, dos personas con ganas de
hacer el ganso (y que para que la cosa tenga toda su gracia habrán de hacerlo
llevando en la mano una cuchara en la que se ha colocado un huevo que no debe
caerse; pero como este que nos ocupa es un experimento serio podemos prescindir
de ambos elementos que, además, nos distraerían), dos cocineros — o cocineras,
o un cocinero y una cocinera — pertrechados, al igual que los tenistas, de sus
respectivos equipamientos dotados, por cierto, de las características
pertinentes que no serán, en ningún caso, las mismas que las de los equipamientos
de aquellos; y dos cantantes dispuestos,
todos, a enfrentarse a su respectivo contrincante.
Hallámonos, por
tanto y al cabo de tanta palabrería, ante el hecho de que para establecer la
calidad de “algo”, su idoneidad para cumplir su cometido, hemos de compararlo
con otro “algo” que reúna las cualidades equiparables a las de aquel, y que las
de uno y las de otro sean las que se adecuen al cometido que ambos “algos”
deben cumplir.
Como me pierdo, y voy y vengo, y subo y bajo, tengo que
repasar de rato en rato para ver si me he dejado algo colgando o a medias; por
eso me encuentro, en el repaso que termino de hacer, con que cuando me desvié
por el Universo y el Cosmos estaba yo en otra cosa, y que me despisté, y que el
asunto estaba siendo — por lo que soy capaz de deducir a la vista del punto
(“puntos”, tres, suspensivos ellos) en que lo dejé — que si nadie ha podido desentrañar
hasta la fecha ni qué es Dios, ni qué es la Creación, ni qué es el Infinito, ni
qué es el Universo, ni qué es el Cosmos tampoco habrá podido dilucidarse nada
relativo a sus respectivas creaciones ni a sus correspondientes orígenes a
excepción de los (origen y creación) de, y siempre según la RAE, el Universo ,
en concreto, porque Dios (y lo pone muy
clarito en la definición de qué es Dios) es el “Ser supremo
que en las religiones monoteístas es considerado hacedor del universo”, que
viene así, en minúscula, aunque a mí me gusta más ponerlo en mayúscula porque
es como aprendí de niña que debe escribirse todo de lo que nada más existe uno.
Es decir, que si nos regimos por la RAE Dios es el hacedor
del conjunto de todo lo existente; lo que no entra, así a un primer pronto por
lo menos, en contradicción demasiado abierta con el hecho de que “el conjunto
de todo lo existente” sea también la definición de Cosmos — pese a que de éste
quede excluida la Tierra (ver definición pegada más arriba) en tanto que del
Universo no —; pero sí en conflicto irresoluble (y aun pasando por alto el
detalle que no puede dejar de llamar la atención de cómo existía Dios antes de
que Él mismo creara todo lo que existe)
con el hecho de que dónde estaba Dios antes de crear todo lo existente.
Es decir, que rigiéndonos por la RAE — e imagino que
por los reales diccionarios académicos de otros países y de otras lenguas — y
por el significado de las palabras muy malamente vamos a aclararnos con qué es
Dios, y peor todavía nos haremos una idea
aunque sólo fuese muy remota de la Creación, y de cuál pudiera ser la
voluntad de Dios para llevarla a cabo; y teniendo tan poquita idea de Dios y de
su voluntad y de sus paraqués y sus porqués, no parece muy al alcance de la
mano el lograr, en sea lo que sea que nos propongamos, una perfección que, para
serlo, habrá de ser en y para todas las cosas — tanto si son cosas tangibles y
materiales como inmateriales e intangibles — la absoluta que desde su saber
creo Él y no la relativa que desde nuestro conocimiento limitado pretendemos
como si fuese la única alcanzable.
Sin embargo y aun con todo nuestro margen de error
pretendemos en y para todos los órdenes de nuestras vidas esa perfección que
sólo podemos intuir a base de la comparación entre iguales; o más exactamente
entre lo que aparece ante nuestra apreciación como “iguales”.
Pero… ¿qué sucedería si todo, absolutamente todo
hubiera sido ya desde el principio único e irrepetible; si de nada (es decir “lo que sea”) hubiera
existido ni existiera jamás un “segundo” o un “tercero”, otro algo con lo que
poder comparar y establecer así la diferencia de calidad?
El primer partido de tenis que se jugó en el mundo estaba
sencillamente siendo, lo que era y en TODO su ser y sin fisuras ni defectos; e
igual sucedió con todo lo demás que el Hombre fue encontrando o descubriendo
para su bienestar, o para su utilidad o para su diversión o su esparcimiento. Y
descubrió los coches y la velocidad y las croquetas y las canciones; y como
estaban siendo “su” descubrimiento, y como él mismo los fabricaba y las
elaboraba y las cantaba, él mismo y con su propio criterio se percató de que,
de una vez para otra, el nuevo coche era
más rápido, más potente que el anterior; y la nueva croqueta más sabrosa. Y
aguzó su entendimiento y sus sentidos para que lo fueran siendo más, y más…
Vuelvo a perderme, no ya esta vez nada más en mi
discurso — que como ya cuento con ello no me desconcierta demasiado — sino en
la búsqueda de la elección más acertada (o menos disparatada) de cómo ni por
dónde seguir. Y no porque no le encuentre vías sino porque no sé cual de entre
todas las que se me presentan elegir. A mí me parece que cuando las opciones
son muchas se siente uno un poco agobiado, o casi tan agobiado como cuando no
se ve ninguna, y se queda uno paralizado aunque, pudiera ser, nada más por el
miedo a equivocarse.
No sé por qué se suele tener miedo a equivocarse
cuando, como en este caso en el que estoy (y me he metido por propia
voluntad), no va a pasar nada, ni mi
error va a ocasionar consecuencias dañinas para nada ni para nadie.
Tal vez si
para todo lo que se hace estuviera siendo, en el momento en que se hace, la
primera vez y se encontrasen — la acción y quien la hace — libres del peso de
la comparación el hacedor y el hecho estarían siendo más “ello mismo” más puro
y menos (o nada) condicionado por el “ser” de lo que ha sido y no va jamás ni
por más que lo intentemos a repetirse.
Si no existieran la repetición y la comparación que
ella acarrea todo estaría siendo, en su esencia, en su ser, y quizá
también apto sin trabas para su cometido; pero, claro, en el momento en que hay
una segunda vez, y por aquello de que nada puede ser idéntico ni repetible,
salta forzosamente la chispita que alerta de que está siendo mejor (o peor) que
lo anterior; y de ahí la necesidad de repetir hasta volver a dar con ese mejor para
lograr, en ocasiones, que en el nuevo intento las cosas no resulten ni mejores
ni, incluso, tan aptas para su cometido como lo fueron con tan desahogada
naturalidad en su principio.
Además, si nos fijamos sólo un poco, reparamos en
que Dios no creo más de un Universo, ni más de un Cosmos; ni más de un planeta
Tierra, ni más de una especie
humana, ni más de un Tiempo, ni más de un Infinito, ni más de un Espacio. Hizo
uno solo, de cada, y con ellos hay que arreglárselas. Hizo también una sola
vida para cada uno de los vivientes — estoy llamando “vida” al espacio de
tiempo trascurrido (un solo espacio, insisto, largo o corto pero uno sólo)
entre el nacimiento y la muerte — que tiene obligatoriamente, y en contra de
nuestra costumbre de repetir en nuestra
persecución de la excelencia, que ser excelente a la primera y única
representación y, encima, sin ensayar.
No hay, en nuestra
memoria ni en nuestra capacidad ni en nuestro tiempo, espacio para el tanteo;
para arrancar en el cada día y si las cosas no salen bien o a la medida de
nuestras expectativas (o las expectativas de otros) o de nuestros deseos (o los
deseos de otros) parar el mundo, retroceder y que todos los demás seres
movientes retrocedan también a sus madrigueras, a las ramas de los árboles
donde pasaron la noche, y los metros y los autobuses otra vez a sus cocheras y
otra vez nosotros a nuestras camas envueltos como si nada en nuestras sábanas y
otra vez las manecillas de los despertadores donde estaban y otra vez la ducha
y el café con la tostada y otra vez llamar el ascensor y…
No, no se puede; lo
mal hecho o el error cometido lo es, en sí mismo, en su propia identidad y para
siempre. Y no podemos rectificar sino, todo lo más y si es que hay suerte,
hacer “algo” que se va a parecer mucho a lo que queremos hacer desaparecer,
borrar, anular, olvidar, invalidar, decir que no existió, en la esperanza de
que — esta vez sí — sea digno de que deseemos que perdure, que permanezca, que
no se borre, que no se olvide, que se sepa y quede constancia en alguna parte
de que existió y fue válido.
¿Si tanto nos
vanagloriamos de estar hechos a semejanza de Dios por qué no hacemos las cosas
una sola vez, a semejanza de cómo las hace Él?
¿Por qué ponemos
nuestras esperanzas no ya sólo en que la repetición de nuestros actos será la
que los mejore, sino en que será una sucesión de vidas (reencarnación y ese
tipo de cosas) lo que vaya a mejorarnos a nosotros?
¿Dónde están los puntos de
referencia en que fijarnos para poder apreciar qué es el bien y qué es el mal o
que lo deseable es el bien?
Todos hemos visto a lo largo
de nuestras vidas actuaciones, ante tipos muy
variados de circunstancias, que hemos juzgado como actuaciones justas, o
generosas, y las hemos elogiado y celebrado y hemos dicho que aquella forma de
proceder era buena; pero también todos, cuando nos hemos visto ante una
situación en apariencia tal vez muy similar a aquella, hemos actuado de manera no siempre encomiable
aun a sabiendas de que nuestro proceder no estaba siendo el proceder justo, o
generoso, aquel proceder que alguna vez supimos entender y enjuiciar como bueno.
Nos amparamos entonces en la comparación; y mediante la comparación en el
argumento de que las circunstancias que rodearon el hecho que dio lugar a que aquel otro alguien actuase de la forma
que entendimos “buena” están siendo lo
bastante distintas de aquellas como para obstaculizar que “yo” haya tenido la
gran suerte de poder actuar igual de bien; y terminamos por concluir que ante estas circunstancias
distintas de aquellas el proceder “bueno” ha sido el nuestro.
¿Pero quién establece de esa
forma que llamamos con tanta convicción objetiva
cuáles…
Me siento incapaz de seguir, este
constante repetir tantas veces lo mismo no es mi estilo.
Si lo que llevo escrito sirve
a alguien se lo regalo.
Pero no
el haiku
ese no
lo regalo
el
haiku es mío.