Es una charla a la que se supone acudimos movidos por el
deseo de eso que suele llamarse “aprender a ser mejores”.
Para coger un buen sitio salgo de casa con tiempo y, además,
tomo un taxi, de manera que cuando llego ―falta algo más de un cuarto de hora para que
empiece la charla― me siento en el mejor
lugar que sé encontrar, una silla de la cuarta fila en la que no hay abrigo ni
bolso ni objeto alguno que indique que la silla esté ocupada por alguien que
llegó primero y salió por ejemplo a fumar.
Faltando unos instantes para que la charla empiece, todo el
mundo sentado, incluso en la escaleras (abarrotadas), y personas de pie por los
rincones y apoyadas en las paredes, llegan algunas personas ―pocas, para decir
la verdad, pero que se ve claramente que están llegando en ese momento porque
traen puestos sus abrigos y sus bolsos colgados del hombro, prueba bastante
fehaciente de que no es que hubieran salido a fumar y sí de que no habían
llegado antes― que, tras retirar algún bolso o abrigo de alguna que otra silla,
se instalan felizmente en la primera fila.
Mi crítica puede estar siendo una niñería; pero es que me
resulta chocante y contradictorio que en ese afán de “aprender a ser mejores”
no vaya implícito el considerar, tanto quien guarda el sitio como quien viene a
ocuparlo porque se lo guardaron, que están actuando con absoluta falta de
respeto para quienes sí llegaron primero.
Otra cosa es ―y si un día consigo llegar lo bastante pronto
lo haré sin pestañear― coger el mejor sitio, en la primera fila y en todo el
centro.
Pero yo, personalmente, no porque alguien me lo haya
guardado.