Hoy ha sucedido en clase de Filosofía, pero hace unos días
sentí algo muy parecido en clase de Pintura.
Los filósofos, griegos, todos tan respetables y que dijeron
lo que tuvieran a bien hace veintitantos siglos.
Es cierto que a estas alturas de mi vida no tengo tiempo (ni
ganas ni interés) de aprenderme las frases lapidarias pronunciadas por cada uno
de ellos; pero, sinceramente, pienso que tampoco me hace falta.
Bástame saber, en mi opinión (que no me voy a molestar de
añadir “humilde”, porque, también en mi opinión, todas las opiniones deben
serlo), que el pensamiento, de quien sea, puede ser variopinto y disperso, e
incongruente e incluso contradictorio, y que no hay por qué endiosar
determinadas afirmaciones acuñadas en frases lapidarias que en letras de molde
han pasado a la historia, o a las enciclopedias, o al ánimo de las gentes como
incontrovertibles o incuestionables.
Los filósofos, todos, antiguos y modernos, han tenido
opiniones de las cuales, y por alguna razón que desconozco, algunas se han
convertido en dogmas a los que (entiendo, aunque no comparto) es osadía
replicar.
Bueno, pues a mí personalmente – y así lo he expresado, a lo
que por cierto una compañera de clase me ha replicado “¿y para qué vienes aquí
y no te vas a la cola del pescado?” – hoy por hoy, y alimentada tal vez aunque
de forma poco intelectualizada y metódica del pensamiento griego del que está
imbuida toda sociedad occidental (y aún no comulgando del todo con dicho
pensamiento), me doy cuenta de que la vida cotidiana, el simple hecho de abrir
los ojos cada mañana y plantar los pies en el suelo, me abre, a mí y a
cualquiera, un abanico apabullantemente enorme de posibilidades de experimentar
sensaciones, y emociones, y de elaborar pensamientos, y opiniones, y hacerme
infinidad de preguntas y de planteamientos a raíz, tan sólo, de un gesto, de un
ademán, de un tono de voz, que veo, u observo, o escucho en alguien, que inevitablemente
me lleva a considerar qué mundo interior de la persona que lo está emitiendo la
tiene sometida a esos gestos o ademanes o entonaciones y no a otros.
De ahí que dijera yo, y que lo dije, “tanto puede inducirme
a pensar una señora en la cola ce la carne como cualquier filósofo por muy
respetable que sea”. De ahí también la réplica de por qué en vez de asistir a
clase no me marchaba a la cola del pescado (y que era carne, pero, bueno.
Le pude replicar “para qué molestarme en ir a buscar una
pescadería (de guardia, a lo mejor, que era ya por la tarde) cuando te tengo a ti
al lado y me estás haciendo el mismo juego”, pero no lo dije. Y es verdad que a
partir de ese cruce de frases he tenido para recapacitar bastante en torno a la
condición humana (incluida la mía) y cómo del qué y del cómo de cada momento
hacemos las personas nuestras interpretaciones subjetivas que tomamos, sin
pestañear, por perfectamente objetivas.
Por otra parte, y volviendo a los filósofos, griegos, ellos
dijeron y opinaron lo que les trajo a la mano decir y opinar en el momento y en
el mundo que vivieron; pero hoy, veintitantos siglos después, yo, en mi
momento, creo que tengo la obligación de elaborar mi propio pensamiento, que
puede ser desacertado sí, y perfectamente refutable; pero no creo que sea muy
discutible que sí cada vez que he de pensar (acerca de lo que sea) hubiera de
pararme a echar cuentas de qué debería de pensar para no quebrantar no me
importa qué dogma del pensamiento (griego, o chino, o de la Patagonia, que cada
uno tendrá sus seguidores y sus adeptos) se me iría el tiempo y la vida en no
pensar por mí misma. Y me iría cada noche a la cama furiosa conmigo misma por
no haber hecho uso de cuántas posibilidades me estaba dando el día cuando, por
la mañana, abrí los ojos y planté los pies en el suelo.
Ahora voy con la clase de Pintura del otro día, más o menos
de lo mismo y en una línea que se me antoja parecida y me coloca ante prácticamente
idéntica elucubración.
Si un pintor (consagrado) pinta un recuadro rojo sobre un
lienzo blanco, eso es arte. Si lo pinta cual quiera – yo por ejemplo, ya que
estoy aquí – no va a serlo, a menos que se me reconozca una trayectoria que,
sinceramente, nunca podría alcanzar porque me siento del todo incapaz de repetirme
a mí misma pintando rectángulos, incansablemente, rojos o de cualquier otro
color sobre lienzos en blanco.
No dudo de que para eso están, para determinar qué es arte y
qué no lo es, los críticos y los expertos y los entendidos. Pero tampoco dudo
de que si me paro a echar cuentas (un poco del mismo modo en que no me paré con
la filosofía, unos párrafos más arriba) no me resolveré jamás, temerosa de
errar, a agarrar unos pinceles y plantar – sobre un lienzo o un cartón o una
estantería de armario de cocina – lo que a mí se me cuadre en mi cabeza o en mi
mano o en mi ánimo.
Pienso que se vive (vivimos) muy encasquillados en no quebrantar
lo establecido y no romper los moldes ni los cánones. Pero los moldes… ¿no
están para romperse? En la clase misma, y al hilo de qué digo, me enteré de que
los tres colores básicos ya no son rojo, azul y amarillo, porque “últimamente
las cosas han cambiado mucho”.
Ah.
Y el pensamiento, griego, alguien me ha dicho que pues de él
nos hemos nutrido desde hace más de veinte siglos, y que algo tendrá para haber
prevalecido. Y sí, es cierto, pero al cabo de esos mismos tantos más de veinte
siglos me pregunto si sería demasiado disparatado plantearse el cambiar de
dieta.
Porque los tiempos cambian, y los criterios cambian, y los gustos
cambian, del mismo modo que cambian las modas.
No entiendo, ni tengo el menor interés en entender, por qué
ha de ser sacralizado nada, nada absolutamente en este mundo.
Entiendo sí que cada ser humano ha de tirar para adelante, y
si se tercia o pone a tiro, equivocarse, y caerse y levantarse, y seguir
tirando hacia adelante.