Así de contradictorias somos las personas.
O no es contradicción y quizás sí sólo una alternancia de
sentimientos — ¿o quizás de emociones?
— en la que tan pronto y en un
momento dado y a la sombra de un determinado
estado de ánimo sentimos añoranza de algo que, en su “ahora”, cuando
estuvo ahí, no valoramos demasiado ni tuvimos presagio de que su “no estar”
fuese a causarnos una sensación de desgarro en tanto que, en otro momento y
quizás sin que entre éste y el anterior esté mediando un periodo de tiempo que
justifique el cambio de percepción,
aquello se recuerda como viejo y rancio.
Correríamos al cubo de la basura para recuperar el juguete
que tiramos hace décadas, sin echar cuenta de que nos deshicimos de él
voluntariamente y tan contentos.
O un par de zapatos o un vestido o…
Es un poco aquello de “cualquier tiempo pasado fue mejor”;
que no recuerdo quién lo dijo.
Pero no son quizás (o seguro) las cosas sino la carga con
que impregnan el recuerdo de qué entonces éramos o imaginábamos estar siendo.
Los cines Alphaville, por ejemplo, que cuando los volvieron a abrir como Golem y fui
por primera vez añoré la cortinilla que tanto me irritaba que el último que
entrase no volviera a cerrar bien.
Y voy poco, pero tal vez no menos de lo que iría aunque
continuaran llamándose Alphaville.
Manipulamos los recuerdos. Sea para denostarlos o para
ensalzarlos los manipulamos.
¿O es que los recuerdos nos manipulan?
O, que también puede ser, el que piensa estar añorando o
denostando no es el mismo (ni lo fue nunca) que vivió sin imaginar que alguna
vez imaginaría estar recordando.