Dos días llevan dando la murga todos los cultos y sensibles
de este país con la muerte de Paco de Lucía, deshaciéndose en elogios para su
arte o para lo insigne e irrepetible artista que ha sido.
No tengo nada que objetar. Mi sensibilidad para cualquier
tipo de expresión artística ha sido siempre nula. Nunca me ha emocionado más el
sonido de una guitarra que las pedorretas del tubo de escape de una moto.
Tanto duelo…
Ha sido una persona que ha merecido respeto y admiración y
prestigio por hacer bien lo que sabía hacer bien ¿Merece tanto elogio algo tan
obligado como lo es hacer bien lo que se sabe hacer bien?
Pero, ya digo, no entiendo de esas cosas.
Nunca me ha conmovido lo bonito, ni lo delicado, ni lo
excelso.
Me conmueve ver el cada día del mundo en el que vivo. Ir
caminando por la calle, o viajar en el metro, y ver tanta tristeza en tantos
ojos, y tanto abatimiento pesando sobre tantos hombros, y tanta indiferencia de
cada transeúnte atribulado hacia la tribulación del transeúnte atribulado con
el que se cruza.
Me conmueve ver tanta miseria y tanta pobreza. Y tanto egoísmo
y tanto ver y vivir cómo cada ser humano somos un buitre carroñero intentando
sacar con todo tipo de argucias los hígados al buitre carroñero de al lado.
Y el sufrimiento y el dolor y la mezquindad a que impelen
las carencias.
Me pone un nudo en la garganta ver cómo nos abordamos los
unos a los otros siempre pidiendo y demandando algo, nunca ofreciendo ni dando.
Todas esas cosas me conmueven. Pero no el arte.
El arte, todo el arte, me trae completamente al fresco.