Miro en
televisión un reportaje sobre el Al
Andalus, cosa por lo visto glamurosa, y lo primero que me echo en cara es un
matrimonio que… ¿Cómo lo explicaría yo?
Mujeruca de
aspecto vulgar con camiseta de media manga y rayas horizontales y consorte con
camisa, también de media manga, de cuadritos.
La reportera
se dirige a diferentes pasajeros preguntando muy correcta y sonriente el motivo
del viaje.
La mujeruca
de la camiseta a rayas explica que es un regalo que ella y su marido se hacen
después de treinta años de muy duro trabajo.
La reportera
pregunta cuál es ese trabajo, y la mujer responde “yo carnicera, y él
charcutero”.
Entran en el
compartimento y la mujer de la camiseta lo revisa todo, abre todas las puertas
de todos los armarios y armaritos y, satisfecha, sonríe y da un beso al hombre
de la camisa de manga corta y cuadritos, que sonríe también.
Más tarde se
ven unas imágenes del vagón restaurante, con los comensales sentados a las
mesas y respondiendo a las preguntas de la reportera que sí, que la comida está
muy rica.
Todo lo que
se ve tiene aspecto lujoso, en la línea de lo que una puede imaginarse que fuera
en su día el Orient Express o, al menos, el único Orient Express que yo imaginara
a la vista de la película basada en la famosa novela de Agatha Christie.
Antes, hasta
más o menos la mitad del siglo XX no había turistas. No había personas que sin
necesidad alguna se subieran a un tren o a un avión para recorrer un mundo en
el que no se les había perdido nada y acudiendo a lugares en los que su
presencia no era en absoluto necesaria.
Los que
viajaban por entonces eran estudiosos, o aventureros o desocupados, ricos ociosos
que podían permitirse el lujo de vagar sin rumbo y sin tiempo tasado tan sólo
por el gusto de sumergirse en otras culturas, otras formas de vivir, otras
costumbres, sabiendo de antemano que iban a ser culturas y formas de vivir y
costumbres que no lo tenían contemplado a él, el viajero, y que no estarían por
tanto pensados ni diseñados para él, ni a su medida, y que sería él, el
viajero, el que hubiera de adecuarse a lo que había.
También es
posible que viajase gente no tan rica ni tan desocupada pero impelida sí por
quién sabe qué necesidad que a mí no se me esté ocurriendo. Pero, en cualquier
caso, era el viajero el que se amoldaba al entorno, en todos los aspectos,
desde los gestos a la vestimenta o a la forma de comportarse en cada lugar y
cada ambiente.
La
vestimenta. Me quedo atrapada en el tema de la vestimenta.
¿Cabe
imaginarse una cena, ni siquiera una comida, en el vagón restaurante del Orient Express con los comensales ataviados con camisas (ellos)
de manga corta, a cuadritos, y los faldones por fuera y, ellas, con
camisetillas a rayas?
¿Cabe
imaginarse un matrimonio compuesto de carnicera y charcutero moviéndose con un
mínimo de gracia o de soltura en ambiente glamuroso?
¿Cabe
imaginarse a una dama encopetada, de las de entonces, codeándose con estos
personajes y comentando lo rica que está la comida?
¿Queda
glamur en alguna parte?
¿De qué hay
que vestirse y dónde ir a buscarlo?
Vivimos unos
tiempos en que todos tenemos derecho a todo,
eso nadie lo duda; tiempos en los que quién se lo pueda permitir —aunque
sea a base de pasar estrecheces para ir ahorrando o romper un cerdito
alimentado moneda a moneda durante años — irá donde le venga en gana sin más
objeto que el “darse un homenaje”.
Pero… ¿qué
es darse un homenaje?
¿Amargar la
vida del viajero de al lado que, a lo mejor, igual que yo, imaginó que
encontraría glamur, lujo y encanto y todo lo que encontró fue un hatajo de
horteras dándose el homenaje suyo?
Claro que,
imagino también, no existe ese otro “viajero de al lado” al que amargar vida
ninguna porque bastante inmerso andará él en, ataviado con su propia camisilla,
amargar la del siguiente que, también en camisa, andará a su vez inmerso…
Vamos, que
si alguna vez pensé — que no lo creo — en darme un homenaje, he cambiado de
idea.
Y todo
porque, en uno de esos ratos en que no sabe uno qué hacer con sus huesos, no se
me ocurrió otra cosa que mirar la televisión.
Voy a darlo,
sin embargo, por tiempo no perdido ya que, bueno, he aprendido algo que, por
otra parte, debería estar sabiendo… Y sé, en realidad, pero siempre se guarda, en
algún reducto estúpido del alma, la esperanza de que quizás en alguna parte del
mundo o de otra alma quede un algo, un resquicio, un atisbo, de qué es la
verdadera calidad de las cosas y que, también quizás, no sea dinero lo que hace
falta para acceder a esa calidad y reconocerla.
Pero… ¿qué
será esa otra cosa que hace falta?
¿Quién la tiene?
¿Dónde hay
que ir y cómo hay que vestirse para salir a buscarla, y para reconocerla, y
para que te reconozca?![]() |
Mandala (43) |