SABER Y DESCONOCER
Tres días, desde que leí este artículo, dando vueltas al
intento de dar forma a sentimientos que no sé definir. Sé que pensé “hay algo
que sé que puedo decir”, pero sin encontrar ni cómo era el algo ni cómo
decirlo. Así que lo dejé, dormir, al pensamiento. Y he vuelto, varias veces, a
leer el artículo y a seguir sin saberlo, y a volver a dejar dormir al
pensamiento…
Cuando se tiene algo que bulle en la cabeza parece que los
hechos cotidianos se confabulasen lanzando mensajes o tendiendo trampas; de
forma parecida, se me ocurre, a cuando se tiene un dolorcillo en un dedo que
puede ser el más pequeño, el meñique, y se percata uno de para cuantísimas
cosas necesita ese dedo.
No sé cuáles han sido durante estos tres días los hechos
cotidianos que tomando el artículo como punto de referencia — creo que sin yo
saberlo, o no de forma consciente — me
trajeron a la memoria imágenes sueltas, bastante desdibujadas e inconexas, de
el cuento El Principito.
No tengo el cuento a mano, pensé buscarlo en Internet para
releerlo y encontrar una posible conexión; pero he preferido dejarlo estar y
quedarme sólo con los retazos que mi mente parece haber seleccionado — o
inventado —al puro azar en los que veo, al niñito, moviéndose por mundos en los
que habitaba, en cada uno, alguien que lo sabía todo acerca de una sola cosa.
Y, bueno, así quedó la cosa y yo diciéndome “ha sido por lo
del saber y el desconocimiento” pero, para seguir enredando — no yo sino los
hechos cotidianos — ayer, ayer mismo por la mañana, ocurrió algo que…
Algo del todo absurdo, así que quien imagine algo de intriga
ya lo puede ir dejando.
Caminaba por la calle y, al otro lado de la calzada, sobre
el techo de un coche rojo aparcado igual que otros a lo largo del borde de la acera, el
cuerpo de un gatillo pequeño, oscuro, tal vez negro, que se rebullía inquieto,
asustado, y movía dubitativo, intranquilo, la cabeza. Pensé es muy pequeño y
está perdido, seguro, no puedo dejarlo ahí. Y me acerqué, despacio, con cuidado
e intención echarle mano.
Bueno, pues cuando estuve lo bastante cerca y alargando ya
la mano es cuando vi que el cuerpo del gato era la cabeza de pelo muy oscuro de
una joven — es una calle en la que viven muchos dominicanos, tan morenos — que,
al gesticular hablando por un móvil, parada en la acera, hacía que un moñete que llevaba
en todo lo alto se moviese.
Y me volví a acordar, ahora sí sabía por qué, del Principito
y aquel dibujo que, ¿cómo pueden las personas ser tan tercas?, todo el mundo se
obstinaba en afirmar “es un sombrero” siendo — como lo era — claro como el agua
que era una boa que se había tragado un elefante.
¿Cómo podían no verlo?
Todo muy disparatado, ¿verdad?
No más disparatado que la concepción del mundo y de su
realidad, tan ahí, tan al alcance de la mano, que todos tenemos y cada cual interpretamos en
función de esos paradigmas — no sé si estoy traduciendo bien (o mis neuronas van
a registrar mal) el significado de “paradigma” — que se han ido fraguando a lo
largo de la vida y de vivencias y de fragmentos de experiencias que, al ir
ensamblándose al amor y al amparo de las propias entendederas, han…
¿retroalimentado?, a esas mismas entendederas que, se supone, hubieran debido
ser las que ayudasen a entender lo que debiera ser entendido para romper el
cerco de una ignorancia aprendida a base de tenacidad , y de aplicación, y de paciencia
y de obediencia.
Nota: No entra el comentario allí.