Que si otra vez lo mismo.
Así, de entrada y sin preámbulos.
Dice que sabe posiblemente tan bien como quien mejor pueda
saberlo — Y rezonga para sí “pequeñas vanidades mías, quién pretende” mientras
suena un abrir y cerrar de cajones y se queja de “hay días en los que todo
parece estar vivo y con ganas de joder”, aunque no dice por qué — que sería un
esfuerzo inútil y, total, para qué cuando ya ni se sabe qué es lo que se quiere…
Y que si estoy fumando.
Le digo que no y contesta qué suerte y que seguro que tendré
a la mano cuatro o cinco mecheros que funcionen. Le digo que sí, aunque sólo tres; pero no que
se me han terminado los cigarrillos para que no me salte con “tú siempre
encima, como el aceite”.
Y que bueno y que no importa y que sólo es costumbre y que
en realidad ni le apetece.
Y silencios largos con la televisión de fondo.
Juego a combinar trozos de ideas de qué supongo está
teniendo en la cabeza para imaginar de qué está hablando, pero rechazo todas
las combinaciones diciéndome no es lo que piensa sino lo que piensas.
Y la cosa se enreda, ahora para mí, sin entender por qué las
piezas se ensamblan de esa forma y no de cualquier otra.
Tecleo por entre sus palabras y sus silencios tratando de
centrarme en qué en realidad quiero decirte.
Que no olvides que mañana nos esperan temprano; tú que los
conoces más sabrás qué es para ellos “temprano”.
Pero había algo más que no…
Mira, otra vez rompe a hablar y dice “¿por qué a mí?” y,
seguido, “o a cualquiera que igual ni conozco”, dice. Y que lo que a veces
pensamos que nos pasa es nada más porque nos pilla en mitad del camino de otros.
Le contesto que sí y sigo pensando, haciendo memoria…
Pero no caigo.
No eches por favor el cerrojo. Ni en saco roto lo de subir
al altillo la maleta grande o terminará toda arañada. Yo no, pero tú con una
silla alcanzas.
Poco más de las ocho y noche cerrada.