Creo que todas las personas nos forjamos en la mente un qué
deseamos o esperamos de nosotras mismas, nos imaginamos e imaginamos este mundo
en el que vivimos, y nos hacemos la ilusión de lograr un lugar, una pequeña
parcela de identidad en él.
Aspiramos a ser amados, a ser respetados, a ser admirados; y
para ello entendemos necesario que esté habiendo en nosotros algo amable, o
respetable, o admirable. Y nos esforzamos en ser cada día un poquito… eso que
solemos denominar “mejores”.
No sé qué motivo pudo tener la creación — o ese algo
desconocido (y tan imaginado por todos y de formas tan distintas) que todo lo
creó — para perpetrar un serecillo tan despreciable como ese parásito
intestinal; ni sé tampoco que son los (o las) Proglótides; pero entiendo que el
que yo no sepa su “para qué” no invalida ni desvirtúa el “por qué” se les
asignó esa función tan despreciable.
Y sin embargo cumplen su función, y la cumplen bien, a pleno
rendimiento, y hasta sus últimas consecuencias, y sin equivocarse ni lamentar
su condición de miserables.
Las personas no queremos algo así para nosotras. Las personas
queremos dignidad y dignidades. Todas queremos pertenecer a la ralea de lo
deseable, de lo que debe ser.
Pero, pensemos en una persona indeseable; en alguno de esos
seres que consideramos escoria que no vale nada.
¿Y si fue creado para ser despreciado y despreciable; para
jamás ser admirado, ni amado, ni respetado?
¿Y si su fin último es ser el chivo expiatorio (o eso otro
que se llama cabeza de turco y no sé si significa lo mismo) al que otros, los
demás, desprecien, y no amen, y no admiren ni respeten?
Los humanos vivimos presos y esclavizados por nuestra
“humanidad” acicalada de nuestra inteligencia y nuestra razón; y ponemos
nuestras metas en ser “buenos seres humanos”.
¿pero y si más allá de ese “qué somos” y qué suponemos que es
nuestro destino o nuestro logro existe un otro “algo”, otro lugar jamás pensado u otro criterio
jamás pergeñado por nuestro pensamiento?
¿Cómo podemos saber ni asegurar, nadie, que nuestra verdadera
grandeza no esté consistiendo precisamente en ser lo que somos (sin tal vez
quererlo y nadando incluso, incautos o soberbios, a contra corriente de
nosotros mismos) hasta las últimas consecuencias?
Así, el que no es amado, el que no es respetado, el que no es
admirado… ¿Qué daño estaría recibiendo del que ni lo amó ni respetó ni admiró?
Tal vez, en ese otro lugar, el ni amado ni respetado ni
admirado en este mundo se partiese las tripas a reír — si ese “otro lugar”
existiese (aunque sin tripas, claro, que para tripas y parásitos y defecaciones
y podredumbres y toda otra serie de guarrerías con este mundo es suficiente) —
celebrando, loco de contento, haber cumplido a plena satisfacción la misión
para la que fue creado.
Ah, y agradecido a quienes ni lo amaron ni respetaron ni
admiraron.
Y, su Creador, orgulloso de él y dándole palmaditas en la
espalda: “Has cumplido, estarás a mi diestra”.
Para ver referencia visitar primer comentario anónimo al texto 4.4 de La aventura del pensamiento.