De
los canelones ―y si soy capaz de recordar que debería olvidarla, tampoco de la
lasaña― aunque por pura cabezonería porque, y conste que al final cené y hasta
bastante bien, la culpa fue en realidad del microondas y me pude dar cuenta
cuando al ir sorteando obstáculos le di sin querer, o aposta, porque me
estorbara, con el pie; pero, absorta como andaba con mis cosas, no lo pensé.
Debí sí de notar algo, claro, porque de
no haberlo notado no habría podido preguntarme luego cómo no sospeché.
Y ahora era tarde; tarde para ponerse a
dirimir qué había pasado con un hombre que respondería somnoliento, cuando no
abiertamente malhumorado, señora yo no lo
puedo saber: esas cajas son todas siempre iguales.
Y que, además: como ustedes las mujeres tienen esa manía de conservar todo, son
incapaces luego de saber dónde está qué. Y que mirarse en alguna otra. Diría.
Yo le replicaría con en qué otra si sólo tengo una y
usted, usted es quién hubiese debido reparar en que era demasiado ligera…
Y, él, que como que no tendré otra cosa que hacer, señora, que reparar en
ligerezas acarreando constantemente bultos de acá para allá o, metiéndose
en lo que a él no le importaba, que en
última instancia lo mismo ha salido usted hasta incluso ganando excepto, claro
está, en el caso de que gratinara.
No
gratinaba. Yo.
Pues
entonces,
él, vale seguro más lo que hay en ésta…
Eso,
yo, lo dirá usted.
Él, entonces, por abreviar o desentenderse y seguir durmiendo, se encogería de hombros y aunque usted podría muy bien responderme con cuál es, en términos
objetivos, el valor de las cosas. Y yo le tendría que responder en tal caso “no
lo sé, señora; no tengo la más remota idea de cuál pueda ser en términos
objetivos el valor del contenido de la caja de su microondas”.
Y que otra cosa muy distinta sería
abordar el tema desde el punto de vista de la subjetividad que si usted quiere, ya que me ha conseguido desvelar, podemos
abordarlo por qué no…
Pero no quise.
No quise y ― no sé si por evitar una dscusión bizantina que no iba a
llevar a ninguna parte o por no abordar con un extraño el tema tan peregrino
que no iba a conducir a ningún sitio de que por causa de un puñado de papeles
yo no sabía qué iba a cenar ni dónde ―, para evitar tentaciones, borré el
número que se me había quedado en la memoria del móvil cuando me preguntaba tan
obsesivamente ¿qué otra cosa podría hacer?
De modo que, por poner fin a una
situación tan kafkiana y porque no me gusta, además, ser obsesiva;
considerando, por añadidura, que este barrio ofrece muchas posibilidades de
encontrar qué llevarse a la boca, me decidí por el Wok, de María de Molina.
Y, ya digo, cené bien.
Cené bien y ― bien porque me lo tenía
ganado después de un día tan duro, o, mejor aún, por celebrar que era estupendo haber
amanecido en un cuchitril interior y oscuro y tener ahora cuatro ventanas que
eran una hermosura ― me tomé un sake, con el café, preguntándome entre sorbo y
sorbo ¿cómo puede terminar tan
rematadamente mal algo que empezó tan bien?